Desde muy joven acaricié la idea de escribir sobre Séneca. Es un personaje conocido -no demasiado, quizá sólo supuesto- como moralista, como filósofo, como dramaturgo. Pero su actividad política, no reducida a la formación de Nerón, suele quedar, acaso con intención, en la sombra. Las contradicciones que se dan entre la obra y la actitud de Séneca son tan graves que no podían dejar de atraer a un autor de teatro. Porque él es, al mismo tiempo, protagonista y antagonista de su vida.
En una época cuya decadencia, cuya corrupción general, cuya sensación de agotamiento, la hacen tan semejante a la nuestra, hay un hombre de Córdoba -el más romano de todos los estoicos y el más estoico de todos los romanos- que personifica las tentaciones que el poder plantea a la ética, y el contagio con que la amoralidad asalta a la virtud.
Casi todos los temas que la teoría y la práctica políticas suscitan y han suscitado a lo largo de la historia, se despliegan en Séneca: desde la manipulación del gobernante hasta el tácito consentimiento a la injusticia; desde la renuncia hasta la ambición; desde el ejercicio de la libertad hasta el apoyo de la tiranía; desde la sumisión hasta el reto rebelde; desde el asesinato por razones de Estado hasta el adormecimiento de la razón.
Sus enormes riquezas y su poder omnímodo se oponen a su reflexión desdeñosa y benevolente. Su extraordinaria pasión de mando, a su silencioso suicidio. En esta historia, la realidad es inasible y más rica – como suele- que la imaginación. Porque no es coherente ni tiene -no las busca- perspectivas.